Muchas están fundamentadas en construir el Estado que necesitamos para que éste haga el trabajo que tiene que hacer para prestar servicios de calidad a la población y al tejido productivo. Sin embargo, esas determinaciones deberán ser valientes porque implican sacrificios que muchos, por diversas razones, no están dispuestos a asumir. Entre ellas, hay que empatizar con una: las históricas decepciones por el desempeño del Estado y la baja calidad del gasto público.
Aunque el diálogo primará, las diferencias y las oposiciones no desaparecerán. Por lo tanto, la determinación y el compromiso con las reformas deberán prevalecer.
Servicios públicos e infraestructura
Todos estamos de acuerdo en que necesitamos de servicios públicos e infraestructura de mucha más calidad. Sin embargo, nos resistimos a pagarlos a través de más impuestos o de tarifas efectivas más altas. El resultado es que terminamos pagando precios más altos y destinando muchos más recursos de nuestro bolsillo, adquiriendo esos servicios en el mercado privado por no ponernos de acuerdo en lograr una solución colectiva.
El caso del agua potable y el saneamiento es paradigmático. Las tarifas por el servicio son bajísimas y una parte significativa de los usuarios no paga o no se les cobra. El resultado es que las empresas públicas proveedoras son financieramente insostenibles y no tienen recursos para mantener adecuadamente las infraestructuras, mucho menos para expandirlas. Eso las hace dependientes del presupuesto público para realizar inversiones, distraen recursos de otras de muy alto valor, nunca hay recursos suficientes para ir al ritmo necesario, la capacidad de ofrecer servicios es insuficiente y éstos terminan siendo racionados y obligan a comprarlos.
Quienes cargan pesado son quienes tienen menos recursos porque el sacrificio presupuestario es mayor respecto a sus ingresos y pueden pagar por menores cantidades a las que necesitan, con clarísimos impactos en la salud y el bienestar. Y ni hablar del impacto de la falta de servicios de saneamiento en la contaminación del subsuelo y los acuíferos. Es un negocio en el que todos salimos perdiendo, excepto para quienes venden agua, porque por años no hemos tomado las decisiones a las que estamos obligados para el bienestar de todos.
La seguridad, la salud y la energía son otros ejemplos en los que la falta de recursos presupuestarios y de las empresas distribuidoras han obligado al racionamiento de los servicios con consecuencias igual de evidentes que en el caso del agua potable: servicios de baja calidad, gasto individual para subsanar el déficit y carga pesada para los más pobres.
El mensaje es claro: si queremos servicios públicos e infraestructura de calidad, debemos, por vía de impuestos o tarifas razonables, pagar por lo que cuestan. Simultáneamente, hay que proteger a quienes no tienen capacidad para pagar. De lo contrario, seguiremos en la precariedad.
Deuda
De igual manera, aunque ha sido y está siendo manejable, a todos nos preocupa la cuestión de la deuda pública, especialmente la carga de los intereses que absorbe el equivalente a más del 20% de los ingresos tributarios y que compromete valiosos recursos.
Pero para reducir esa carga a mediano plazo, hay que empezar a reducir el déficit ahora a fin de disminuir la contratación anual de deuda. El déficit se genera porque los ingresos no son suficientes para financiar todo el gasto actual, el cual, aún en esas condiciones, es bajo e insuficiente. Reducirlo sólo se logra elevando los ingresos o reduciendo los gastos.
Pero como los gastos son bajos, reducirlos no es una opción razonable porque implicaría cortar servicios básicos de salud, educación, agua u otros. La única opción posible es incrementar los ingresos elevando la carga impositiva efectiva. No hay una tercera vía, hay que tomar la decisión y no hay espacio para seguirla postergando.
Elevar los ingresos se puede hacer de tres maneras: elevar las tasas impositivas, incrementar el número de bienes, servicios y sectores gravados y reducir el incumplimiento tributario. Cualquiera de estas tres implica una subida efectiva de impuestos, aunque la distribución de la carga entre sectores es distinta.
No hay mucho espacio para subir tasas en este momento porque la mayoría ya son elevadas. Por su parte, reducir el incumplimiento es una tarea que incrementaría los ingresos, pero de forma gradual y a largo plazo porque se trata de acelerar la transformación de la administración tributaria, lo cual no sucede de un día para otro.
Por lo tanto, una opción más clara es gravar lo que no está gravado, al tiempo que, en un esfuerzo sostenido de mediano plazo, fortalecemos la administración tributaria con creatividad, audacia e inversiones en capacidades humanas y tecnológicas.
Al mismo tiempo, cuando las medidas graven sectores pobres o vulnerables, es de justicia compensarles de tal forma que los aumentos de la carga no recaigan sobre sus hombros sino sobre los de aquellos que pueden más.
Tratamientos tributarios preferenciales
Otra de las causas que explican los insuficientes ingresos es que existen numerosos tratamientos preferenciales que reducen o eliminan las obligaciones tributarias de sectores y operaciones. Muchas de esas preferencias tienen precaria justificación actualmente, implican un drenaje significativo de recursos sin que tengan impactos relevantes o deseables y en algunos casos generan rentas importantes para unos pocos. Más aún, varios de esos regímenes generan importantes e injustificables niveles de desigualdad entre empresas similares, incluso de un mismo sector de actividad.
Si apostamos a más equidad tributaria entre sectores y a obtener suficientes recursos para financiar el primer nivel de atención en salud, un transporte urbano moderno y eficiente o mejor seguridad pública, hay que eliminar y reducir muchos de los tratamientos tributarios preferenciales. Se trata de decisiones difíciles, contrarias al interés de sectores afectados de alto perfil o con alta capacidad e influencia en la opinión pública, pero imprescindibles.
Clientelismo
No solo se trata de más ingresos sino también de poner los recursos disponibles a trabajar mejor. El ejercicio clientelar en la administración pública juega en contra de eso porque resta efectividad y legitimidad al Estado.
Enfrentarlo debe formar parte integral del esfuerzo por construir una administración más capaz de proteger y promover. Eso significa profundizar los esfuerzos ya iniciados por mejorar la calidad del gasto, fortalecer la transparencia, profesionalizar el servicio público y enfrentar la corrupción.
Caminar en esa dirección pasa por retar la cultura política dominante y asumir riesgos políticos importantes. Es una decisión tan audaz como necesaria.
Estos son tiempos para valentías.